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Friday 18 October 2013

Zabljak, un instante de regreso a la infancia

Mientras que en algunos destinos turísticos uno solo descansa y se desconecta de la rutina laboral, en otros, gracias a la hospitalidad de su gente, uno se siente como en casa. Más allá de ser teletransportado a su propio hogar, también hay lugares, como en las montañas montenegrinas, donde uno evoca su niñez por lo bien que es recibido y por esas actividades que algunos no emprendíamos desde que éramos chicos.
La "puerta" al Parque Nacional Durmitor
En Zabljak, uno de los rincones más bellos de Montenegro, pasé gran parte de mis días en ese país. Este pueblo de campo de dos mil habitantes no es más que un puñado de hileras de casas y hoteles a la orilla de dos rutas. Lo que realmente embellece este caserío no es el pequeño lago en la intersección de los caminos, sino su ubicación en el centro del Parque Nacional Durmitor. En cualquier dirección se pueden ver las cimas de las montañas más altas de Montenegro y, si uno hace trekking por los alrededores, descubrirá dos secretos de estos paisajes: la belleza de su naturaleza virgen y la ausencia de turistas. La granja es la unidad económica de la zona y es común ver cerca de cada casa una segunda edificación más pequeña donde duermen las vacas, las gallinas y los gatos. Además, es usual ver rebaños de ovejas en las praderas al pie de las colinas y, en la casa de la familia donde me alojé, un horno a leña no solo era utilizado para la fabricación de quesos sino también para calefaccionar la casa.
La casa donde me alojé con el galpón para los animales
A pesar de que en ese pueblo la vida transcurre lentamente, el trabajo en la granja no reconoce días feriados ni domingos, por lo que siempre hay algo para hacer. Al volver de una caminata por el cerro, ví que el tío y su sobrino arreglaban el cerco de madera que rodeaba la casa. Por curiosidad, me acerqué a observar. Ellos desarmaban una parte de la cerca quitando algunos tablones. Después, usando clavos y alambres viejos, los volvían a poner en su lugar asegurándose de que queden firmes. Al rato me aburrí y decidí darles una mano. La última vez que había arreglado un alambrado fue con mi padre cuando yo tenía trece años. Un poco más tarde, al oscurecer, la abuela me llamó: quería que le sacara una foto a un ternerito. Ya que el tierno animal resbalaba cada vez que trataba de mamar de la teta de su madre, la abuela tuvo que cambiar el lugar donde estaba atada la vaca dentro del galpón varias veces hasta que el ternero pudo mamar tranquilo sin patinar. Al final de la jornada, mis zapatillas estaban completamente embarradas pero yo me sentía contento como un chico por el día de campo que había vivido.

Si no fuera por la paciencia y el interés por los extranjeros de la familia, no hubiera podido comunicarme con ellos. Aunque solo la hija adolescente hablaba inglés de corrido y el idioma montenegrino es de origen eslavo –por lo que no tiene similitudes con el alemán–, con la ayuda de gestos y objetos cotidianos nos entendimos. La abuela me dirigía la palabra como si hubiera nacido en ese país. Cuando ella terminaba sus cuentos o preguntas, su nieto adolescente notaba mi cara de perplejidad y me ayudaba con algunas palabras en inglés o señalaba objetos para que yo entendiera lo que su abuela me preguntaba o contaba. La madre, en cambio, usaba gestos y se valía de acciones: cuando le pregunté qué les gustaba ver en televisión, cambió de canal y me mostró la versión montenegrina de Gran Hermano. De esta manera fluyó la comunicación durante los tres días que me hospedé allí.
Uno de los lagos mellizos Jezero en los alredores de Zabljak
Por la belleza de sus paisajes rurales que transmiten esa paz que muchos sentíamos cuando caminábamos de chicos por las praderas, y la naturaleza hospitalaria y paciente de su gente que derriba las barreras idiomáticas, Zabljak es uno de esos rincones de la tierra donde quienes hayan crecido en el campo harán un viaje de regreso a su infancia.

Aquí puede ver todas las fotos de Zabljak y Kotor.

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